A finales del siglo XIX, muchas de las casas del barrio de San Telmo, en la ciudad de Buenos Aires, quedaron deshabitadas a consecuencia de la epidemia de fiebre amarilla. En una tarde de invierno, los pocos vecinos que quedaban en el barrio, se reunieron en la casa de los Quiroga para hacer la tertulia y los festejos del cumpleaños de Enriqueta, la hija mayor del prestigioso comerciante.
Cuando comenzó a anochecer, Remigio, el menor de los Quiroga, se quedó asomado a la ventana. De pronto, vio cómo de las casas abandonadas se fueron abriendo una a una las puertas y una fila de luces comenzó a ir hacia el norte.
El grito de Remigio llevó a todos junto a la ventana. Hubo un silencio atronador y nadie se despegó de allí en un buen rato.
Blancas siluetas sin rostro y con una potente luz se dirigían en hileras de dos rumbo a la catedral.
Ésa fue la primera vez que las vieron, pero no la última. La procesión de las ánimas a la Santa Compaña era como una procesión de almas en pena que vagaba por la ciudad durante la noche. Siempre llevaban algo en su mano, una luz, una vela, un candil o incluso un hueso encendido.
Los hombres dejaron de salir de sus casas por la noche para no cruzarse con los difuntos. Los más valientes se arriesgaban a quedar condenados a vagar noche tras noche hasta el momento de su muerte.
Cuando comenzó a anochecer, Remigio, el menor de los Quiroga, se quedó asomado a la ventana. De pronto, vio cómo de las casas abandonadas se fueron abriendo una a una las puertas y una fila de luces comenzó a ir hacia el norte.
El grito de Remigio llevó a todos junto a la ventana. Hubo un silencio atronador y nadie se despegó de allí en un buen rato.
Blancas siluetas sin rostro y con una potente luz se dirigían en hileras de dos rumbo a la catedral.
Ésa fue la primera vez que las vieron, pero no la última. La procesión de las ánimas a la Santa Compaña era como una procesión de almas en pena que vagaba por la ciudad durante la noche. Siempre llevaban algo en su mano, una luz, una vela, un candil o incluso un hueso encendido.
Los hombres dejaron de salir de sus casas por la noche para no cruzarse con los difuntos. Los más valientes se arriesgaban a quedar condenados a vagar noche tras noche hasta el momento de su muerte.
Hola Julita me gusta mucho la entrada que has hecho tu pero tambien el trabajo de tus magnificos alumnos un saludo.
ResponderEliminarMe alegro de saludarte, Nacho. Enseguida volvemos al trabajo colaborativo. Ya veo que seguís a buen ritmo sorprendiéndonos cada día con vuestros trabajos.
ResponderEliminarUn abrazo